En mis oídos se acurruca el silbido del viento circundante. Dorados y secos se trazan los caminos bajo mis pies en la médula del instante. Vientre de páramo.
Los pájaros se detienen, suspensos en las alturas, y el instante es agua, resbaladiza y fría corriendo sobre mi ombligo. Abro los ojos en la cuna del bosque, embebida por el aliento de la neblina.
Mi cuerpo se deja invadir por la fertilidad del silencio.
Telones de montaña y niebla.
Mi piel siente el eco de los cantos inmortales de la roca. Llamados inconmovibles y serenos que brotan mágicamente de la tierra que visita mi boca.
Mirada de sepia y de verde se extiende, vuela lejos, danzante sobre las quebradas. Montañas que se dejan leer con el pecho y con el llanto.
Y sólidamente espero, con mi alma embriagada en las alturas, y mi cuerpo y la montaña son una sola cicatriz en el rostro del amanecer.
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