No necesito abrir la ventana. Simplemente dejar que me trague la negrura y mirar hacia mí.
Qué ganas me han dado de salir corriendo, de cocinarme bajo el sol, de meter los pies en todas las arenas de todos los mares y lanzar piedras a todos los ríos. De oler todas las flores y de rodarme en todas las hierbas. Me da ganas de comerme todo, de meterme pedazos enteros del mundo en la boca. Excepto los cactus, y algunas otras cosas así. No quiero discriminar, pero no veo cómo seguir comiendo con espinas en la lengua.
Siento una necesidad brutal de hacer todo. Amo todo. Caminar por la calle cuando llueve, los abrazos, la vista de un lugar desconocido por la ventana del avión, los idiomas que no se parecen a ninguno, el sol, reír, llorar, los reencuentros, el sonido de las hojas en otoño, las sonrisas, los sentimientos auténticos, las sensaciones espontáneas, las eventualidades, las llamadas telefónicas a las tres de la mañana para no decir nada, mirar la lluvia y la nieve desde la ventana, las velas, abrir un libro amarillento y oler sus páginas, la luz del sol en los ojos, estar sola en mi casa, sentir un cuerpo tibio al otro lado de la cama, dormir, la música, el tacto, los silencios agradables, los lunares peculiares, los recuerdos, las alas de la imaginación, la forma de las manos, las figuras en las nubes, las ondas en el estanque, el ronroneo de los gatos, sentir el corazón a mil por hora, los colores, la locura, la risa de los niños, dormir boca abajo, y tú...
y tantas cosas más...
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