Y así, nos encontramos cara a cara, ambos sentados, distanciados por uno o dos metros, y te regalo una sonrisa algo automática, a pesar de que intento guardar la misma expresión que tenía hace un par de segundos. Pero la corriente se dispersa si le retiras tu atención, y ahora mis orejas te apuntan a ti, y mi nariz, y mis dientes que yo no he querido mostrarte intencionalmente, así que dejo de sonreír y regreso a la pantalla, leo lo último que escribí, doy una miradita por la ventana, y luego te miro a ti, obviamente tú ya estás concentrado de nuevo y por un par de segundos tengo la impresión de ser invisible en una habitación gigante.
Un cuento de invisibles
Busco un nombre que corresponda. Claudia. A Claudia le gustaba, de niña, jugar sola a las escondidas. Entraba en su armario y se quedaba de cuclillas largo rato, hasta que las rodillas le dolían y las piernas le quedaban entumecidas. Salía entonces de su posición de prisionera y jugaba con lo primero que encontrase. Estando en la penumbra incómoda del armario, se sentía muy a gusto. Era muy niña y no le tenía miedo aún a la oscuridad ni a las arañas. A Claudia le gustaba mirar directamente al sol, aunque repetidamente le advirtiesen que se iba a dañar los ojos, porque después todo era verde y amarilloso y se sentía un poco mareada y fuera de su cabeza. Igual que cuando salía del armario. Sus ojitos tardaban en acostumbrarse a la luz y por un instante todo en su percepción era brillante, luminoso, y se sentía un poco mareada y fuera de su cabeza...
Te miro de nuevo, pero ya no estoy.
Gracias a Kerouac, este es mi post número 100, y pienso que ameritaba un cambio de aspecto del blog. Voilà.
Nox.
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